Mi bisabuelo materno, Candelario Ortiz, cruzó la frontera desde México hacia Texas alrededor del año 1890. En aquellos días no se necesitaba ni tarjeta verde ni pasaporte para hacerlo.
Viajó a caballo y en carreta con su familia y se instaló en el poblado de Carrizo Springs, estado de Texas.
Con el tiempo, se convirtió en agente del departamento del Sheriff de la ciudad. En 1913, mi bisabuelo se convirtió en el primer agente de la ley asesinado en cumplimiento de su deber en el condado de Dimmit.
Diez años atrás, escribí sobre la historia de mi bisabuelo para un periódico de Texas. Pero nunca escribí sobre aquella vez que viajé, hace ya 20 años, a su ciudad natal de San Buenaventura, Coahuila.
Fui la primera persona de mi familia extendida en regresar a la ciudad. Para hacerlo, tuve que tomar un autobús a unas horas de la frontera cerca de Nuevo Laredo y luego contratar un taxi para poder llegar a San Buenaventura, el pueblo de menos de 20.000 habitantes.
Lo único que llevaba conmigo como pistas era su nombre y una lista de sus hermanos que supuestamente se habían quedado atrás. Mi expectativa era poder conectarme con algún pariente lejano.
Decidí empezar por el ayuntamiento o lo que llaman “el municipio”. En la entrada al edificio me encontré con un policía. Le dije mi nombre y le conté que mi bisabuelo se había ido del pueblo hacía más de 100 años.
“Estoy buscando algún familiar de apellido Ortiz”, le dije.
Me sonrió y luego se rió. Entonces noté la chapa identificatoria que llevaba su nombre. Decía Ortíz.
“A lo mejor, somos primos”, dijo. “Probablemente, seamos primos”.
Le pregunté si recordaba el nombre de su bisabuelo o de sus hermanos.
Le mostré una lista de nombres que había investigado.
“No lo sé”, dijo.
Le pregunté quién podría saber cómo encontrar a mis familiares y me envió a hablar con la persona que era conocida como el historiador del pueblo. Tomé el taxi hasta su casa. Él me invitó a pasar y me ofreció café. Le conté mi historia y me dijo que tenía registros de los censos sobre las familias locales. Pero sólo llegaban a 1910 y mi bisabuelo había dejado el pueblo veinte años antes.
Aún así tuvimos una conversación muy agradable. Le pregunté sobre los registros de la iglesia y me dijo que no existían registros tan antiguos.
Mi siguiente idea fue consultar la guía telefónica local. Copié los números de teléfono de todos los que tuvieran el apellido Ortiz. Sólo había un puñado.
Mi taxista me llevó por la ciudad. Terminé tocando la puerta de una mujer que se parecía exactamente a una de mis tías. Parecía una hermana Ortiz.
También ella me invitó a pasar y me ofreció galletas y café. Le conté todo lo que yo sabía sobre mi familia. Le hablé de mi bisabuelo Candelario Ortiz y de su hijo, mi abuelo, que era un vaquero que montaba ganado desde Texas hasta el Medio Oeste. Le conté que mi madre había nacido en Carrizo Springs, Texas, y que creció en una familia de trabajadores inmigrantes. Que recogían algodón en Texas y remolacha en el Medio Oeste y que terminaron viviendo en una granja de tomates en las afueras de Chicago. Después, las hermanas de mi madre convencieron a la familia de que se mudara a la ciudad donde podrían ganar más dinero trabajando en las fábricas.
Mi mamá era la más joven, así que le permitieron ir a la escuela secundaria a condición de que consiguiera un trabajo después de la escuela. Encontró empleo en unos grandes almacenes. Mi mamá y mi papá, también de una familia de inmigrantes de Texas, se encontraron en la cafetería de la escuela secundaria. Se casaron y tuvieron cinco hijos; todos se graduaron de la universidad.
Le pregunté a la señora si recordaba el nombre de su bisabuelo. No pudo.
Pero me invitó a regresar de visita y a quedarme.
Tuve que regresar a la estación de autobuses antes del anochecer. Nunca pude demostrar de manera concluyente que tuviera parentesco con nadie en la ciudad.
Pero aún así encontré familia en México. Son las personas que hicieron todo lo posible para ayudarme, alimentarme e invitarme a volver en cualquier momento.
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