En la escuela secundaria en el este de Anaheim, California, tuve un enfrentamiento con la policía. Me expulsaron. Pero como tuve la suerte de haber formado parte del programa GEAR UP Trio en mi antigua escuela secundaria, y aunque ahora era una escuela de continuación, todavía me dejaron participar en sus programas de acceso a la universidad.
Fue durante una clase obligatoria durante el verano de mi tercer año que conocí al profesor de Estudios Chicanos de la universidad Cal State Fullerton, Alexandro José Gradilla.
El plan de estudios del profesor Gradilla incluía la historia de los movimientos Latinx/os del siglo XX, su contribución a la formación de la identidad de nuestra comunidad y al análisis de cómo lucharon por la liberación y las vidas de todas las personas de color. Pero recién cuando llegamos a la parte sobre los movimientos por los derechos de los inmigrantes, desde la oposición a la Proposición 187 hasta las marchas de 2006, que mis oídos realmente se abrieron y vi por primera vez en mi trayectoria académica un espejo de mi propia vida.
Al crecer, supe que era un inmigrante. Supe que era diferente cuando me debía esconder cuando pasaba la policía, cuando evitaba ir a la ciudad de San Diego (por miedo a ser interceptado en la garita fronteriza en la ruta), o porque nunca pude viajar de regreso a México con mi familia como lo hacían mis amigos. Al Dr. Gradilla le dijeron, como supe más tarde, que yo era un estudiante inmigrante, que estaba a punto de abandonar la escuela y que no tenía planes de asistir a la universidad. En aquel momento, él me explicó la conexión entre los derechos de los inmigrantes y el aula de estudios.
Aprendí de él lo que hicieron esos estudiantes que ocuparon oficinas en Washington D.C. para forzar negociaciones en el Congreso sobre la reforma migratoria y el camino hacia la ciudadanía. Aprendí las historias de jóvenes inmigrantes que se infiltraron en los centros de detención para poder desde allí ayudar a liberar a los que estaban detenidos. Lo que me llamó más la atención fueron las historias de los estudiantes que aquí, en California, lanzaron huelgas de hambre y bloquearon las entradas a los centros de detención demandando que se aprobaran las mociones de ley AB540 en el año 2001 y la California Dream Act en 2011.
La mayor parte de lo que hago hoy es para personas cuyos nombres ignoro, para personas que ni siquiera han nacido. Muchos de los escritores, artistas y organizadores inmigrantes del último siglo realizaron trabajos sociales y políticos que me ayudaron a comprender la importancia del liderazgo y me enseñaron que imaginar un mundo mejor era posible. El trabajo de muchos desconocidos me ayudó a comprender quién soy.
Si bien lo que allí aprendí era información importante para que cualquier joven inmigrante decidiera continuar sus estudios superiores, todo se reducía a una cosa: me di cuenta de que nunca estaba solo.
Después de la secundaria, me convertí en organizador de PICO California. Allí trabajé durante más de cinco años, ayudando a establecer un progama de estudios étnicos y talleres de poesía en mi antiguo distrito de la escuela secundaria.
Fue entonces que comprendí que la angustia que yo sentía durante mi adolescencia era solamente eso, pura rabia nacida de la soledad. Una vez que supe que había otras personas como yo, que estaban igual de enojadas, decidí canalizar esa energía hacia algo constructivo. No encontré la posibilidad de actuar en la defensa de sus derechos de inmediato, pero salí de ese salón de clases con un mentor y con un bagaje de lecturas, arte y películas que ayudaron a moldear mi identidad.