Cada año, cuando llega el Mes de la Herencia Latina, veo como salen a la superficie los mismos estereotipos cansinos sobre los latinos y lo poco que se dice sobre aquellos de nosotros –y somos muchos– que crecimos en un entorno perfectamente ordinario. Y es especialmente cierto en el caso de Puerto Rico, donde crecí.

No crecí en una casa de dos habitaciones con un montón de hermanos que debían compartirlo todo, desde el baño hasta la ropa. Mi padre tenía un trabajo profesional en el que usaba corbata. Mi madre era graduada de la universidad, así como su hermana farmacéutica, su cuñado ingeniero civil y muchos otros familiares que también eran profesionales. Mi abuelo fue detective de policía y guardaespaldas de un gobernador. Un primo fue juez, tres de su misma familia son abogados al igual que uno de mis hermanos. Yo, así como mis hermanos y hermanas, excepto uno, tengo título de posgrado. En nuestra casa teníamos una piscina. Nos íbamos de vacaciones,  tomábamos lecciones de piano y ballet e hasta lecciones de tocar castañuelas. Absolutamente nada gritaba adversidad.

Fue una educación completamente normal en un lugar del que tantos latinos, incluso aquí en Estados Unidos, no tienen ni idea: Puerto Rico.

A pesar de ser políticamente una parte de Estados Unidos (una historia complicada para explicar en otro momento), en Puerto Rico se siente, se ve y sabe igual que estar en América Latina. A pesar de toda la influencia estadounidense de la televisión por cable, las películas, los lugares de comida rápida y cosas similares.

Todos los estudiantes en España y América Latina (e incluyo aquí a Puerto Rico) tienen el mismo plan de estudios en gramática y literatura española. Todos leemos las mismas novelas: Pepita Jiménez, Doña Bárbara, La Casa de Bernarda Alba, etc., etc. Incluso tuvimos que aprender algo que nunca más usaríamos: la conjugación de vosotros, el pronombre personal en segunda persona del plural. 

Todos los programas infantiles eran latinoamericanos: El Chavo, El Chapulín Colorado, Plaza Sésamo, Tío Nobel, Pacheco. Hasta incluso el ratón italiano Topo Gigio se hizo con actores sudamericanos y mexicanos. Todos los dibujos animados eran en español: Los Flintstones eran Los Picapiedras, Spiderman era El Hombre Araña. Antes de que llegara el cable, todos los programas estadounidenses estaban doblados al español. The Flying Nun era La Novicia Voladora. Recuerdo que un verano visité a familiares en Nueva York me impactó escuchar a Pedro Picapiedra (Fred Flintstone) hablar en inglés.

Fuimos a una escuela Americana en la isla, en parte porque mi madre insistía en que no tuviéramos acento español cuando hablábamos en inglés, diciendo que el único acento que los estadounidenses respetaban era el británico, y aunque todos estábamos rodeados de español y vivíamos en español y pensábamos en español, también devorábamos cualquier cosa que viniese de Estados Unidos. Cuando lo visitábamos nos abastecíamos de cereales que entonces no estaban disponibles en la isla y de una mezcla inusual de mantequilla de maní y mermelada en el mismo frasco que era muy popular entre primos y amigos.

Muchos de nosotros, los que crecimos en Puerto Rico, tenemos un gran conocimiento de Estados Unidos y su relación con la isla porque nos lo enseñaron y lo vivimos todos los días, pero una vez que me mudé a los Estados Unidos como estudiante de secundaria me di cuenta que la mayoría de los estadounidenses –y sí, incluyo aquí a muchos latinos– están desinformados sobre Puerto Rico y la gente que vive allí.

Hasta el día de hoy me identifico más con los españoles y los latinoamericanos que con los latinos estadounidenses, tal vez porque la narrativa estereotipada de los latinos que crecieron aquí no tiene nada en común con mi experiencia. No crecí con miedo de hablar español. Nunca he experimentado el síndrome del impostor. No soy inmigrante y, por cierto, tampoco lo es la jueza de la Corte Suprema Sonia Sotomayor, a pesar de que varios funcionarios electos la llamaron así durante sus audiencias de nominación. Y, sin embargo, parece que tienes que ser parte de esa categoría de “inmigrante pobre” para que te tomen en serio.

Innumerables veces me han preguntado personas que deberían saber mejor qué tipo de dinero se usa en la isla (sí, el dólar estadounidense), si se necesita pasaporte para viajar allí (no), y cómo es que hablo inglés. Muy bien (bromeé con una persona supuestamente educada que lo aprendimos en casa con un voluntario del Cuerpo de Paz y esa persona ni se inmutó, aparentemente sin saber que el Cuerpo de Paz no está en Puerto Rico ya que se considera parte de EE.UU..).

Un supuesto experto en políticas públicas me preguntó: ¿Dónde está ubicada la embajada de Puerto Rico en Washington, D.C.?

Un profesor de ciencias políticas con un Ph.D. preguntó cuál es esa canción que suena en un partido de béisbol con el equipo de Puerto Rico. Le dije que es el himno nacional de la isla. Preguntaron: “¿Por qué no es el Star Spangled Banner?” Le respondí: “Tú eres el que tiene el doctorado y realmente deberías buscarlo”.

En otra ocasión, cuando los isleños protestaban por una legislación y yo comentaba en redes sociales que gracias a Dios nada se salió de control, un supuesto erudito que se gana la vida enseñando a estudiantes universitarios estudios internacionales dijo que estaban tranquilos “porque son americanos” y “los tanques no ruedan por las calles como el resto del mundo”.

Oh, por supuesto. Casi parece una estupidez e ignorancia que un puertorriqueño tiene que corregir constantemente. Es agotador y te sientes como si fueras una especie de espectador en un circo sin fin.

Afortunadamente para nosotros los puertorriqueños, estamos demasiado ocupados bailando salsa como para darnos cuenta.

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Raised in Puerto Rico, Patricia Guadalupe is a bilingual multimedia journalist based in Washington, D.C., covering the capital for both English and Spanish-language media outlets. She is also an adjunct...