En 1987, sentenciaron a mi papá a más de 40 años en una prisión federal por cargos de narcotráfico.
No es algo de lo que hable mi familia. Solamente una vez, cuando yo era todavía un adolescente, recuerdo que mi padre mencionó su encarcelamiento. En aquella conversación, fue difícil discernir la verdad. Sus palabras fueron su verdad y creo que eso importa porque fue su propia experiencia la vivida. Yo no sabía qué decir, así que escuché. Y yo le creí. Más vívidamente, recuerdo haber considerado a mi padre como una víctima y el héroe de su propia historia.
La sentencia de mi padre fue más dura debido a la Ley contra el Abuso de Drogas de 1986 que se aprobó después de que el presidente Ronald Reagan declaró la guerra contra las drogas. Bajo la administración Reagan, se introdujo legislación para aumentar las penas por posesión de drogas y se crearon sentencias mínimas para delitos relacionados con las drogas. Esta legislación tiene un legado de controversia, que incluye el trato desproporcionado e injusto a los grupos minoritarios.
Con el advenimiento de la guerra contra las drogas llegaron sentencias más severas; más largas y más dolorosas. Se implementaron estrategias dirigidas a castigar a los condenados y hacer su experiencia lo más difícil posible. Se los movió de una instalación a otra con más frecuencia que antes y se los llevó a distancias aún más grandes de la familia, los amigos y la comodidad de la familiaridad. Eso se volvió más común. Llegaron escandalosos cobros de tarifas telefónicas, al punto que mi madre tuvo que racionar minutos y trabajar turnos extra para poder pagarlos. La lista de prácticas incómodas y a veces maliciosas continúa. Se aplica para demostrar que los presos merecen un castigo, y no la rehabilitación.
Mi papá sólo tuvo que cumplir siete años de su sentencia de 40. Si bien su liberación anticipada es algo para sentirse afortunado, creo que nunca se recuperó mentalmente. Los efectos de su experiencia en la prisión en su salud mental, que alimentaron su ira y sus teorías de conspiración todavía siguen causando un daño nocivo a mi familia. El resultado del encarcelamiento de mi padre es la razón por la que, incluso como hijo de tercera generación de inmigrantes cubanos, sigo luchando en la guerra contra las drogas.
El sistema de justicia penal en los Estados Unidos necesita urgentemente una reforma, por muchas razones, y la salud mental está entre las primeras. Es crucial comprender la relación entre la salud mental y el sistema de justicia penal para poder promover prácticas equitativas que mejoren la salud y reduzcan las desigualdades.
Las prisiones y cárceles de Estados Unidos encarcelan a un número desproporcionado de personas que sufren o sufrieron un problema de salud mental. Gran parte de las instalaciones carcelarias no están equipadas para tratar estas condiciones. Después de salir de prisión, muchos enfrentan problemas sociales relacionados con el estigma de haber estado encarcelado y la discriminación y corren un alto riesgo de sufrir más problemas de salud mental con sus consecuencias, incluido el abuso de sustancias, la reincidencia y el suicidio.
No se presta suficiente atención a cómo las condiciones de vida en prisión constituyen la causa fundamental de problemas de salud mental y de conducta, problemas que pueden persistir durante años o durar toda la vida. Este es un resultado de la limitación de oportunidades para acceder a recursos sociales, educativos y económicos que son fundamentales para el bienestar y la salud.
La negación de servicios de atención de salud mental a quienes caen al sistema de justicia se siente mucho después de cumplida la sentencia. Se extiende más allá de los individuos y dificulta mantener relaciones con la familia, mantener un trabajo estable y tener una visión productiva del mundo.
Es necesario apoyar la mejora y ampliación del acceso a la salud mental y los servicios de salud dentro de las prisiones y después de la puesta en libertad. Si hubiera habido menos barreras para acceder a los recursos de salud mental esto habría ayudado a mi padre y al menos al 43% de los reclusos actuales y los del pasado, que no reciben servicios relacionados con la salud mental. Esta falta de atención médica afecta de manera desproporcionada a las comunidades afroamericana y latina. En un estudio en las cárceles del condado de Los Ángeles, se descubrió que el 41% de las personas de color encarceladas sufrían de una enfermedad mental.
Sorprendentemente, a muchos presos se les cobran copagos por atención médica, una práctica que se suspendió temporalmente durante la pandemia. El costo para los reclusos es una barrera bien documentada para acceder a los servicios de atención médica. Es especialmente oneroso dentro del sistema penitenciario, ya que muchos reclusos no tienen ingresos y los que sí tienen reciben un máximo de solamente 52 centavos por hora de trabajo. Además, la Política de Exclusión de Reclusos de Medicaid – Ley de Seguridad Social (Sección 1905) prohíbe el uso de fondos y servicios federales para la atención médica brindada a “reclusos de una institución pública,” y esta disposición afecta de manera desproporcionada a las personas detenidas antes de la condena.
La enmienda de California a la Sección 1115 de Avance e Innovación de Medi-Cal (CalAIM) puede servir como un modelo para garantizar que los reclusos reciban atención de salud física y mental. La enmienda también es una guía para mejorar la transición a cuidado de salud comunitaria antes de la puesta en libertad.
Además, las compañías de seguros deben ampliar la cobertura para los proveedores de salud mental y aprovechar las opciones de telesalud de manera tal que incluyan consejeros y médicos que puedan ampliar el acceso y la disponibilidad de proveedores a nivel nacional. Al respaldar la adherencia y la disponibilidad de medicamentos o regímenes de tratamiento, se garantiza que no se interrumpa la terapia durante el confinamiento y que continúe el tratamiento y las prescripciones después de la puesta en libertad.
Las prisiones estatales impulsan los números del encarcelamiento masivo en virtud de la gran cantidad de personas encerradas en ellas.
Más de 770,000 personas en estas instalaciones están cumpliendo sentencias excesivamente largas, de diez años o más, según datos de 2019. La reforma debe contar con el apoyo de iniciativas estatales y locales que respalden servicios de apoyo y concientización sobre la salud mental a corto y largo plazo.
Si el objetivo es rehabilitar a los presos para reducir la tasa de nuevos arrestos en general, entonces el sistema de justicia está fallando miserablemente. Pero falla aún más con las personas de color. Está bien documentado que afroamericanos y latinos son encarcelados de manera desproporcionada a su porcentaje en la población. Muchos de ellos terminan de nuevo en prisión una vez cumplida su condena. Según un estudio de 2018, el 47% de los presos latinos fueron arrestados nuevamente dentro del primer año de su liberación.
Al continuar la lucha en la guerra contra las drogas, sé que hay más de un villano. Está bien documentado asimismo que el sistema penitenciario es demasiado punitivo, carece de recursos, puede ser depredador y tiene impactos terribles sobre la salud, que ponen a ciertos grupos en mayor riesgo que a otros.
Las prisiones con fines de lucro siguen siendo una práctica vergonzosa. Al mismo tiempo, hay personas que merecen su tiempo frente a la justicia, siendo mi papá uno de ellos.
A través de una acción social significativa, los impactos multigeneracionales del encarcelamiento en las familias pueden mejorar. La elaboración de políticas equitativas son un comienzo, pero no reemplazan los programas dirigidos por la comunidad. La defensa de los servicios de salud mental, la expansión de la atención y la rehabilitación y reintegración pueden ser pilares que generen una nueva era para la política equitativa. Repensar la guerra contra las drogas significa pensar más allá del castigo como única solución.
Sin un enfoque en la salud mental y conductual de las personas involucradas en la justicia, cada sentencia es potencialmente una cadena perpetua.
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