“Abre el piquito pajarito”, me decía mi papá cada domingo por la mañana en la mesa del comedor. Cada vez que me llamaba su pajarito, esas palabras crecían con cariño en mi corazón. Y cada domingo allí estaba yo, sentada en mi silla favorita, esperando que mi papá se sentara a mi lado.
Por eso, cuando me preguntaban cuál era mi día de la semana favorito, respondía que el domingo. Luego comentaban “¿por qué eliges el domingo?” o “¿no sería mejor el viernes? ¿o el sábado?”. Desde que yo tenía seis años, el domingo ha sido el día más bendito en mi hogar. No porque mis padres nos llevaran a mis hermanos y a mí a la iglesia, o al restaurante chino habitual a la salida de la iglesia. No, era un día bendito en mi hogar porque era el único día completo de la semana que yo pasaba con mi padre, un trabajador agrícola. Solo lo veía los domingos, a pesar de que vivíamos en la misma casa.
Después del desayuno, mi papá y yo llevábamos a pasear alrededor de la cuadra a nuestro pastor alemán, Daisy. Él caminaba y yo pedaleaba en mi bicicleta. En el parque nos sentábamos entre dos árboles, en una mesa ahora destruida. Una vez jugamos allí al dominó y perdimos nuestras piezas en un hoyo en el medio de la mesa. Jamás las encontramos.
Luego mi papá me llevaba a comprar dulces de la “Dama de los dulces”, como él la recordaba. Me dejaba llenar una pequeña bolsita con dulces para mis hermanos y para mí. Después yo volvía a pedalear mientras él caminaba de regreso a casa. Al llegar, mi papá y yo jugábamos Sopa de Letras, en inglés, a pesar de que mi padre solo hablaba español.
Ya de noche, aquel mismo domingo, mi papá me llevaba a la cama, y yo le rogaba una y otra vez que me contara el mismo cuento para ayudarme a dormir.
Era mi cuento favorito, “El tututututu”, una historia inventada sobre dos niños pequeños que eran vecinos. Uno era rico y el otro pobre. El rico tenía todo lo que quería excepto el “tututututu” que tenía el niño pobre. El rico se lo pidió a su padre. El padre salió a buscar el juguete, pero no pudo encontrarlo por ninguna parte, hasta que fue a ver al niño pobre y le prometió ropa, juguetes y comida a cambio de ver el “tututututu”.
El final siempre era mi parte favorita. Mi padre lo contaba con énfasis. El niño pobre corría dentro de su casa, entraba al baño, tomaba un rollo de papel higiénico, salía corriendo y gritaba: “¡tututututu!”
No importa cuántas veces lo haya oído, yo siempre terminaba riéndome a carcajadas. Después recibía un beso en la mejilla, y pronto las luces se apagaban.
Unos años más tarde, todo cambió. Nuestros domingos se acortaron. Mi papá todavía decía “abre el piquito pajarito”. Pero yo ya no andaba en bicicleta, y él ya no caminaba alrededor de la cuadra.
Es que mi papá decía “abre el piquito pajarito” por teléfono, desde los campos a 360 millas de distancia, donde trabajaba como trabajador agrícola migrante para mantener a nuestra familia. Era un ciclo anual que mis hermanos habían soportado desde antes de que yo naciera. Me llegó la hora también a mí. Entre principios de julio y finales de noviembre, mi padre vivía en el centro de California, donde además podía escapar del calor del desierto en el valle de Coachella, que alcanzaba los 120º Fahrenheit, y a veces incluso más.
Ahora veía a mi padre solo en ocasiones especiales, como en las compras de útiles antes del regreso a la escuela o en mis cumpleaños, aunque esto último siempre era complicado. Mi cumpleaños en septiembre solo se celebraba en mi fecha de nacimiento si caía un viernes, sábado o domingo, para que mi papá pudiera venir a verme sin faltar al trabajo. De lo contrario, lo celebrábamos el fin de semana previo o el posterior. El ciclo se repetía cada año. Los domingos eran más y más breves y yo les temía.
Era para mi papá una obligación llamarme o enviarme un mensaje de texto todos los días, antes de que yo saliera a la escuela y antes de irme a dormir. Hablábamos todos los días. De noche, teníamos una rutina. Mi papá me hacía recitar el “Ángel de la Guarda”, una oración que me enseñó después de que me perdí en mi ciudad natal cuando tenía ocho años. Hasta el día de hoy, cuando ya tengo 20 años, mi papá continúa recitando esta oración conmigo antes de que nos vayamos a dormir.
Cuando llegó el COVID en 2020, mi padre dejó de ir a los campos. Yo me gradué de la escuela secundaria y comencé a asistir al colegio comunitario local. Pasamos a estudiar en línea, tanto en estudios sincrónicos, donde estábamos presentes simultáneamente, como asincrónicos, donde cada estudiante accedía a los materiales de clase en diferentes horas y desde diferentes lugares.
Mi papá fue uno de mis mayores soportes durante este período. Al año siguiente, cuando tuvo la oportunidad de trabajar otra vez a centenares de millas de la casa, decidió no hacerlo y comenzó a trabajar más cerca de la casa. Gracias a eso me vio graduarme de mi colegio comunitario en 2022 y me felicitó cuando recibí las notificaciones de aceptación de parte de las universidades de cuatro años en las que había solicitado estudiar.
Esta vez, fui yo quien lo dejó 120 millas atrás, una vez que me decidí por la Universidad Estatal de California, Long Beach. El ciclo con el que alguna vez estábamos familiarizados continuó, aunque lloré el día que me ayudó a instalarme en mi dormitorio estudiantil en Long Beach. Me dijo lo increíblemente orgulloso que estaba de mí. Nunca había visto a mi papá llorar tanto como lo hizo cuando se fue. Tal vez fue porque yo era la más joven de los cuatro, y dejaba el nido familiar. O quizás porque sabía que sería la primera de los cuatro hijos en obtener una licenciatura.
Cuando tenía 10 años le hice una promesa a mi padre: iba a estudiar y a obtener una educación superior, para que su arduo trabajo valiera la pena, porque él no me quería ni cerca del trabajo de campo como él. Lo que él no sabía era que yo quería ser como él cuando creciera. Pero me di cuenta de todos los sacrificios y obstáculos por los que él tuvo que atravesar. Supe que aunque los domingos eran duros para mí, más lo eran para él.
Durante más de una década, mi papá ha llevado consigo una foto de nosotros dos en su billetera. La foto le recordaba por qué tenía que trabajar tan duro como lo ha hecho. Y cuando estaba lejos de la casa y me extrañaba, abría su billetera y sabía que yo le estaba esperando en casa.
“Abre el piquito pajarito”, dice todavía mi papá en la mesa del comedor. Promete seguir repitiendo esa cita hasta que ya no pueda más. ¡Qué afortunada que soy de tenerlo no solo como mi padre sino también como mi mejor amigo!
Marcela Carrillo nació y creció en el Valle de Coachella. Aprendió la importancia del activismo a una edad temprana cuando vio a sus padres migrantes trabajar en los campos bajo las altas temperaturas y presenció el maltrato. Desde entonces se ha destacado en roles de liderazgo dentro de su comunidad. Después de asistir a la universidad comunitaria local, el College of the Desert, su pasión por la fotografía, el periodismo y las comunicaciones llevó a que la aceptaran para asistir a Cal State Long Beach para especializarse en periodismo. Espera graduarse la próxima primavera de 2024.