De niña, yo no tenía idea de a qué raza o etnia pertenecía. Fue así hasta que fui a la escuela, a finales  de los 90. Recuerdo que tuve que llenar unos formularios ya en primer grado y que en cierto lugar preguntaba así: “Raza: _____”. Escribí “no” y pensé: “Odio correr”**.

Y también recuerdo que mis maestros se referían a mí y a mis amigas como “latina”. Pero yo estaba tan confundida que pensé que estaban diciendo “la tina”. Más tarde le pregunté a mi mamá, qué significaba latina, pero en aquel momento ella no pudo darme una respuesta directa. Ella no se refería a sí misma como latina, sino como salvadoreña.

Siempre pensé que todos éramos estadounidenses. Todas las mañanas, yo recitaba con orgullo el Juramento de Lealtad a la bandera con mis compañeros de clase. Cuando tenía que completar mis datos demográficos para los exámenes estandarizados, nunca sabía contestar la pregunta de a qué raza pertenecía, porque no soy ni blanca ni negra; tampoco soy nativo americana, asiática o isleña del Pacífico.

Hasta el día de hoy, la gente piensa que soy cualquier cosa menos mi etnicidad real. Ya me han preguntado si soy china, o si soy japonesa, o filipina, o coreana. Incluso afroamericana. Mis familiares me ponían apodos que hoy se considerarían ofensivos como “china” (por  mis ojos), “india” (por mi cabello) y “negra” (por el tono de mi piel).

Mis princesas favoritas de Disney eran Mulan y Pocahontas, porque ambas tenían el pelo largo y negro, como el mío. Me encontraba a mí misma en aquellos personajes. Esperaba ser una mujer fuerte como ellas. Eso cambió cuando llegué a la escuela intermedia. Ya no me gustaba mi piel morena, mis ojos marrones o mi cabello negro. Deseé haber nacido con piel clara, ojos azules y cabello rubio, porque ese era el ideal de belleza que presentaban la televisión y las revistas.

En aquel entonces me consideraban una “blanqueada” (“whitewashed”) o “americanizada”, porque no escuchaba música en español, como el reggaeton y la bachata. Tampoco miraba las novelas por televisión. En cambio, sí veía Disney Channel, Nickelodeon y Cartoon Network. Nunca aprendí a bailar ni quise celebrar una fiesta de quinceañera como las otras chicas. Para colmo, crecí en un hogar ateo. Mi familia y yo no celebramos las tradiciones religiosas que son tan populares en la cultura latina, como la Semana Santa.

Ahora, una cosa es cierta: me encanta la cocina latinoamericana, el alimento con el que sobrevivieron mis ancestros durante siglos, mucho antes de que Cristóbal Colón pisara el suelo americano. 

No fue hasta que llegué a la universidad cuando comencé a aprender la verdad de quién realmente soy.

La verdad es que soy una indígena, natural de este continente, pero en Estados Unidos no puedo reclamar mi indigeneidad. Mis antepasados pertenecían al pueblo Lenca y vivían en el territorio de lo que ahora se conoce como El Salvador y Honduras.

En enero de 1932, el pueblo salvadoreño, a través el Partido Comunista liderado por Agustín Farabundo Martí se levantó contra la dictadura de Maximiliano Hernández Martínez. El régimen respondió con una represión brutal, llegando a matar a entre 10.000 y 30.000 salvadoreños. Cualquiera que pareciera “indio” podía ser asesinado. No extraña entonces que casi no haya ningún tipo de reconocimiento indígena en la comunidad salvadoreña.

Efectivamente, me ha llevado años entender finalmente quién realmente soy y de dónde vengo. Aunque estoy orgullosa de ser latina, el término aún plantea la cuestión de qué es verdaderamente ser latino. Entonces, ¿cuál es mi raza? Cuando me lo preguntan, respondo de una de dos maneras: o no digo nada o respondo que pertenezco a la raza humana.

Ya mi maestra de pintura de décimo grado nos había dicho que todos somos una sola raza: humanos, y que solo nos diferenciamos por tener distintos tonos de piel color café.

Bajo la Administración Biden, el Censo de Estados Unidos propone permitir que los encuestados puedan declarar que pertenecen a la raza latina o hispana. Si bien es un paso adelante para nosotros, todavía no me deja claro qué significa la raza.

No todos los hispanos se consideran latinos y viceversa. Algunos se consideran ambos, como yo. Otros, como quienes pertenecen a grupos indígenas de América Latina, no se ven ni como latinos ni como hispanos. Eso solo me trae más confusión, y creo que no es justo que nos agrupen de esta manera.

Ser latino es mucho más que una clasificación. Somos un choque de culturas provenientes de todo el mundo. Eso es lo que se ve en nuestro arte, nuestra música, nuestra cocina, nuestras bebidas, nuestro idioma. Eso es lo que sienten nuestros corazones.

Tengo la esperanza de que en un futuro, no nos definiremos por la raza. Que en cambio, podremos apreciar los antecedentes culturales de los otros. Pero hasta que llegue ese momento, yo seguiré identificándome como latina.

** En inglés, “race” significa “raza”, pero también “carrera”.

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Catherine Lima was born and raised in South Central Los Angeles. She is her mother's first-born daughter and will be the first in her family to graduate from a university. Her mother migrated to the United...